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El indie, como todo el mundo sabe, lo inventaron los Strokes

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The Strokes. Fotografía: Roger Woolman (CC).

No suele haber consenso cuando se trata de determinar el momento exacto en el que se originó un nuevo género musical. Ese instante misterioso en el que alguien —sobre cuya identidad tampoco se suele llegar nunca a un acuerdo— retuerce su instrumento una tarde cualquiera, por si cayera algo, y de repente inventa una música nueva. Un estilo que hasta ese mismo día no existía y cuyo origen, por regla general, termina diluyéndose entre las muchas fechas secretas de la historia.

Ni siquiera el nacimiento del rock está exento de discordia. Su nombre, rock and roll, es un término náutico referente al movimiento de los barcos que fue adoptado por el góspel y terminó pasando de las iglesias a la calle a principios del siglo XX, siendo adoptado como sinónimo de bailar y como metáfora sexual. El estilo, un blues acelerado que resultó de la fusión de la música negra y las melodías folk de los colonos, se asoció por primera vez a la expresión cuando Roy Brown publicó la canción «Good Rocking Tonight» en 1947. Dos años después, Jimmy Preston grabaría el tema «Rock the Joint», que, a su vez, Bill Haley versionaría en 1952, provocando que el periodista Alan Freed se refiriese al nuevo género como «rock and roll» y Haley fuese considerado su progenitor. Pues bien, hay quien no está de acuerdo con todo esto y ofrece una versión diferente sobre cuándo, cómo y dónde se inventó el rock.

El origen del indie, sin embargo, se halla fuera de toda duda. En torno a él no existen controversias como las que se dan en el caso del rock: si el estilo de Roy Brown ya era rock and roll o no, si Fats Domino y Bo Didley deberían compartir paternidad con Bill Haley o no, si «Roll’Em Pete» de Big Joe Turner —y no «Rock the Joint»— fue en realidad la primera canción rock y no una simple precursora, si la invención del estilo se debería atribuir al propio Preston y no a Haley, etcétera. En el indie esto no sucede. No hay debate en cuanto a su origen. Y no lo hay porque todo el mundo sabe que el indie lo inventaron los Strokes.

Cada cierto tiempo surge en el mundo una nueva clase de jóvenes desamparados que comprenden que no son como los demás. Cuyas inquietudes intelectuales, por desgracia, no son simples y superficiales, como las de todo el mundo, sino profundas y relevantes. Son muchachos que están condenados a identificar y entender mejor que nadie la calidad artística de lo marginal. A carecer de las mismas preferencias que la mayoría. Una juventud sensible. Una juventud distinta. Atormentada por un vastísimo —e inaccesible para el resto— mundo interior. Una juventud especial que, por fortuna para nosotros, no tiene inconveniente en explicarnos por qué nuestros gustos son tan vulgares. Chicos y chicas cuya riqueza cultural los obliga, pobrecitos, a ir en contra de la corriente habitual. A veces no comprendo cómo resisten… Son los modernos.

Y toda generación de modernos necesita su propio estilo representativo de música. Algo que refleje su malditismo y su desarraigo pero también su carácter minoritario y su formidable erudición en temas de cultura general. Especialmente, cuando uno todavía es un moderno novicio —al moderno experimentado puede gustarle Alejandro Sanz sin que eso signifique que sea una persona común y corriente, porque es tan moderno que le gusta de un modo diferente, en un plano mucho más intelectual que los demás no entendemos—. Por eso a principios del nuevo siglo, cuando el britpop, el grunge, el post-punk y el noise ya eran estilos que pertenecían a antiguos modernos, los nuevos modernos se vieron en la necesidad de encontrar su propio hogar. Y lo hicieron en el cálido regazo de Julian Fernando Casablancas y Albert Hammond Jr., cantante y guitarrista de los Strokes.

Por fin, una vez allí, pudieron poner nombre a su propuesta como subcultura, es decir, a su concepto estético, su actitud y, sobre todo, sus gustos musicales. Y decidieron que se llamaría «indie». Indie de «independiente». Indie de «cómo me duele este mundo que me discrimina por ser especial». Así que un día se reunieron en un descampado —este momento tal vez no fuese exactamente así— y, sujetando bien alto el primer disco de los Strokes, Is This It, uno de ellos exclamó: «¡Esto es lo que somos!». Y todos sintieron cómo les envolvía esa agradable sensación en que se traduce el sentimiento de pertenencia a un colectivo. Antes de los Strokes, ninguno de ellos era consciente de formar parte de un mismo movimiento. Ya nunca estarían solos.

Urgía decidir, llegados a ese punto, qué se consideraba música indie y qué no. Un complicado cuello de botella que les obligó a incluir a grupos en la categoría y dejar fuera a muchos otros dependiendo de cuánta gente los conociese.

El procedimiento fue sencillo. Se reunieron todos los indies en el descampado —este momento tal vez no fuese exactamente así— y fueron votando a mano alzada. Si la mitad más uno conocía a un grupo, este se quedaba fuera. Si no, entraba en el saco. Así, bandas como Dinosaur Jr., Pavement, Yo La Tengo, Superchunk o Guided By Voices, a pesar de ser muy anteriores, se convirtieron en referentes del fenómeno indie, mientras que otras como Weezer, Beck, The Smashing Pumpkins o Counting Crows no lograron pasar el filtro: los conocía demasiada gente como para que la comunidad indie pudiese admitir en público que le gustaban. Un caso especial fue el de bandas como Radiohead o Pixies. Eran lo bastante conocidas como para ser descartadas, pero al mismo tiempo no lo eran tanto como R.E.M. o Pearl Jam y sus canciones tenían un talante singular que agradaba mucho a los indies. Siempre han permanecido entre dos tierras.

A partir de ahí fueron muchos los grupos de nueva creación que se adscribieron al movimiento. Algunos incluso habiendo nacido algunos años antes que los Strokes. Bandas que eran decididamente indies desde siempre, como Modest Mouse, The Vines, The Hives o The White Stripes, lo que pasa es que aún no lo sabían.

El fenómeno comenzó a expandirse entonces a ambos lados del Atlántico. En el Reino Unido, donde se habían dado a conocer los Strokes a pesar de ser estadounidenses, aparecieron unos Strokes un poco más andrajosos y un poco más heroinómanos llamados The Libertines que también basaban su sonido en una producción muy austera, casi cruda, aunque la de los británicos resultaba todavía más pobre debido a sus evidentes carencias como instrumentistas. Se les unieron los escoceses Franz Ferdinand y The Fratellis, así como los también ingleses Kaiser Chiefs. En Estados Unidos se incorporaron a la corriente indie Interpol, The Black Keys, Kings of Leon y The Killers, todos ellos hijos de su padre y de su madre. En Australia apareció Jet, un grupo integrado por dos hermanos que hacían canciones a medio camino entre el britpop y el hard rock, pero daba igual, todo eso también era indie. Y el resto del mundo también se fue convirtiendo poco a poco al movimiento. Como España, donde resulta que El Niño Gusano, El Inquilino Comunista o Australian Blonde eran indies sin estar enterados de ello. A partir de los Strokes, todos lo fueron. Planetas incluidos.

Pronto estos grupos comenzaron a ser asociados con la modernidad recién iniciada, con la base de la pirámide indie, por lo que los modernos de verdad, los que no querían coincidir en gustos con casi nadie, fueron eligiendo bandas y solistas cada vez menos conocidos. Llegaron a darse casos en los que algún grupo fue rechazado porque, a pesar de no haber publicado nada más que un EP y no haber tocado nunca fuera de su ciudad, habían vendido ya quinientas copias en su Utah natal y eso era demasiado público. Los indies se habían convertido en una élite de consumidores de música que imponía filtros prácticamente insalvables. Y era en ese estrecho margen donde se sentían más cómodos. Por eso todo se fue al carajo cuando irrumpió en la escena Arcade Fire. El anticristo. El título de su primer álbum, Funeral, era el presagio de lo que estaba a punto de suceder.

Al principio la cosa marchaba sobre ruedas. El sanedrín particular de los indies se reunió en el descampado —este momento tal vez no fuese exactamente así—, escuchó «Wake Up» y el mundo se paralizó. «¡Es la música del mesías!», se oyó gritar al fondo, entre la muchedumbre. Aquella canción y aquel disco eran extraordinarios. Era arte. Había diferentes armonías fluctuando, arreglos vocales grandiosos y cuartetos de cuerda mezclados con las guitarras eléctricas. El indie había alcanzado la excelencia. Sus militantes ya podían mirar al resto del mundo por encima del hombro, pero esta vez no como resultado de una actitud impostada, sino con motivo. «“Wake Up” es única, no se escribirá una canción similar hasta dentro de por lo menos ocho años, cuando José González componga una parecidísima llamada “Step Out”», decía la gente en el descampado.

Y ese fue el problema. Que de repente Arcade Fire comenzó a gustarle a todo el mundo. Y a todo el mundo le dio por ser indie. Y por presumir de serlo y de escuchar su música. La juventud empezó a ponerse chapas en la ropa, a dejarse flequillo y a vestir polos con líneas de colores. Los músicos indies ya no eran tipos que salían al escenario y actuaban como si tuviesen fiebre, sino tipos que salían al escenario y actuaban como si tuviesen fiebre pero tocando «Wake Up». Y «Wake Up» era un éxito. Arcade Fire se convirtió en mainstream de la noche a la mañana.

Y eso los indies no podían tolerarlo. A la gente común y corriente no podía gustarle Arcade Fire. No podía gustarle el indie. Si a la gente común y corriente le gustaba lo mismo que a ellos, entonces ellos también eran gente común y corriente. Ser indie se había convertido, contra todo pronóstico, en lo menos indie que se podía ser. Se inició, por tanto, un proceso de deserción en el que todos los modernos, de forma progresiva, comenzarían a renegar del indie y a integrarse en otras religiones. Hasta que en 2015 apareció Víctor Lenore con un libro bajo el brazo y terminó de darle al movimiento el golpe de gracia.

Mientras tanto, continuaron apareciendo más bandas adscritas al indie. Últimos rezagados que no se percataban de que el género se moría. Vampire Weekend publicaba su primer disco en 2008, justo cuando la modernidad empezaba a recular. Lo mismo que le ocurrió a Fleet Foxes, que llegaron a la cumbre para ver cómo el suelo que pisaban se desmoronaba. Una situación idéntica a la que vivieron Bon Iver, The Tallest Man on Earth o She & Him, que también editaron su álbum debut en 2008. Al indie le ocurría un poco como al orgasmo femenino; la mayoría no sabía muy bien en qué consistía ni cómo se hacía, así que tiraban a ciegas hacia adelante. Y al llegar al final solo se encontraban con un hoyo oscuro y profundo y una situación que no sabían manejar.

El indie es hoy en día un fantasma. Un género musical sin género al que los suyos han repudiado como si se tratase de un apestado. Un espectro al que todavía se le escucha deambular de vez en cuando por los sótanos del rock. Así lo confirmaba The Guardian en un artículo de hace unos años titulado «La lenta y dolorosa muerte del indie». A estas alturas, ya no queda apenas nada. Se ha convertido en un movimiento tan reducido, tan marginal, que estoy casi seguro de que a la siguiente generación de modernos le fascinará. Porque vuelve a ser lo bastante maldito y minoritario como para ser apadrinado por una nueva remesa de jóvenes sensibles y especiales. Lo adoptarán y lo encumbrarán otra vez desde su misterioso y extraño descampado. Y la rueda del indie volverá a girar. Y llegará un momento en el que será tan célebre que se detendrá de nuevo. Y otra vez vuelta a empezar.


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